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El País, 26.9.99

La guerra perdida del general Pinochet. Ariel Dorfman

De todas las batallas de su interminable vida, hay una que el general Augusto Pinochet, detenido por la justicia británica desde octubre pasado, ya no tiene la menor posibilidad de ganar. No me refiero a la batalla por evitar su extradición a España como responsable de tortura y genocidio. Sea cual fuere el resultado del procedimiento judicial, que se inicia mañana en Londres y que va a determinar su destino inmediato, el general ya ha perdido una contienda considerablemente más crucial, la lucha por el modo en que su nombre habrá de morar y permanecer en el vocabulario de los pueblos, el sentido universal que se le otorgará en adelante y para siempre a las duras sílabas de su apellido. El general Pinochet ha perdido la batalla por controlar el lenguaje del porvenir.

Durante la mayor parte de mi vida adulta me ha obsesionado Pinochet no sólo como figura, sino también su destino último como palabra, de qué manera se transmitiría su significado a las generaciones venideras. Para mí, por cierto, a través de los largos diecisiete años de su dictadura y mi exilio, Pinochet era la personificación de la tiranía, un hombre que había traicionado al presidente que lo designó en su puesto, el culpable de los asesinatos y desapariciones y vejámenes que convirtieron a Chile en una copia infeliz del infierno. Me encontraba yo tan alucinado por el deseo de predecir cuál vendría a ser el juicio final de la historia, que en una de mis novelas llegué a conjeturar que, en treinta mil años más, los padres, en un país del cono sur de América Latina que yo quise llamar Tsil, iban a leer a sus hijos un cuento de hadas donde aparecería un dragón especialmente artero llamado "Pinchot", epíteto que a su vez los niños en ese futuro lejano utilizarían como un ultraje. Y, sin embargo, al mismo tiempo que yo alegremente profetizaba que la ficticia estirpe del porvenir se serviría del nombre de Pinochet para insultarse mutuamente, me iba dando cuenta de que en la verdadera lucha por ocupar un lugar en la jerga común de la humanidad, la representación pública del general se estaba construyendo con acepciones que me complacían bastante menos. A Pinochet no se lo estaba asociando tan sólo con las repentinas asonadas militares (como en el uso habitual de Pinochetazo), sino también con la mano de hierro que supuestamente se precisaba para imponerle a un país recalcitrante y subdesarrollado un modelo económico modernizante que lo arrastraría, sin hacer caso de sus protestas, hacia las maravillas del progreso. Cuántas veces no escuché yo en mis viajes del destierro esa frase admirativa y admonitoria: "Lo que este país necesita es un Pinochet". Es decir, este pobre país necesita un macho que ponga en su lugar a los ciudadanos díscolos y a los trabajadores sediciosos. Claro, pensaba yo para mí, y que los aterrorice para que no ofrezcan resistencia a la terapia de shock decretada por un sistema global como precondición indispensable para hacer inversiones de capital extranjero.

Esta ambigua encarnación de Pinochet -mezcla de ogro aterrador y paradigma histórico eminentemente imitable- no desapareció, como yo lo había esperado, cuando Chile retornó, en 1990, a una democracia precaria y restringida. No sólo se seguía amenazando al pueblo chileno, si era desobediente, con la sombra y resurrección de Pinochet, instalado todavía durante ocho años como comandante en jefe del Ejército, sino que ahora además se lo glorificaba en otras sociedades que vivían sus propias turbulentas transiciones a la democracia. Rusos de todas layas (y no sólo los ultranacionalistas) proclamaban que era imperativo un "Pinochet soviético" para poner orden en sus estepas y mercados, y en una visita a Chile, Valtr Komarek, nada menos que el vicepremier de Václav Havel, elogiaba a Pinochet como un "gran personaje" y un 1íder original, cuyo modelo económico los checos harían bien en emular.

De manera que, pese a una campaña mundial de los activistas de derechos humanos, tanto el hombre como esa palabra, Pinochet, lograron escurrirse de una connotación inequívocamente negativa. A la imagen del dictador sangriento y severo se sobreponía la figura paterna de un Pinochet que trataba a los habitantes de su país como si fueran niños ignorantes a los que hay que ofrecer una feroz, aunque benevolente, disciplina para que entren en vereda. Un modernizador, hasta un liberador, alguien que no teme derramar un poco de sangre para salvar a un país, como alguna vez lo declaró Kissinger en forma infame, de su propia irresponsabilidad. Pinochet, por ende, hasta el día de su detención en Inglaterra había llegado a simbolizar para millones de ciudadanos del mundo entero una advertencia. Una advertencia a los rebeldes: que no soñaran con subversiones, con otras versiones y visiones alternativas de la humanidad. Una advertencia a los pobres: miren las consecuencias temibles de ser excesivamente exigentes o libertarios o criticones o tan sólo flojos. Pinochet: un sinónimo de miedo.

Los acontecimientos del año que acaba de pasar han reconfigurado en forma drástica la semántica de Pinochet. Su encierro, múltiples procesos y, más que nada, incesante humillación han llevado a una extraordinaria metamorfosis de esa palabra, advertencia, invirtiendo los polos esenciales de su significado. En vez de los indefensos habitantes comunes y corrientes de nuestro planeta, los que ahora tienen pavor son sus atormentadores, los pequeños e inmensos tiranos que no pueden evitar la presencia fantasmagórica de Pinochet en su horizonte.

La historia de este siglo no me autoriza a ser tan optimista como para creer que el caso aleccionador de Pinochet detendrá instantáneamente la mano de quienes, alentados por sus Gobiernos a sentirse invulnerables, cometen violaciones a los derechos humanos en el mundo de hoy. Pero esos hombres tienen que haber registrado en alguna zona oscura de su interior la imagen del anciano dictador, despojado de su inmunidad y detenido por detectives de Scotland Yard; no me cabe duda de que en este mismo momento el general Pinochet y su sino repetible les está envenenando el día y pudriendo las noches.

Y si finalmente los abusos de derechos humanos no van a cesar debido al castigo ejemplarizador del general, de todos modos se ha verificado una mudanza sutil en la forma en que la comunidad mundial se imagina el poder y la igualdad y la memoria. Pienso en tantos hombres y mujeres que lucharon por la libertad y que, habiendo sufrido en forma irreparable, en algún momento solitario de su dolor o ante la proximidad de su muerte se murmuraron que quizás, algún día, exista una medida de justicia, que quizá ellos no estén condenados a ser perpetuas víctimas, perpetuamente olvidados. ¡Y resulta que algo de razón tenían en mantener vivo el mínimo rescoldo de esa esperanza! Y pienso también en todos aquellos que después de haber infligido ese dolor, se alejaron fumándose un cigarrillo o echándose un caramelo en la boca y, en todo caso, encogiéndose de hombros, seguros de que nunca nadie les iba a pedir cuentas. ¡Y ahora resulta que es muy posible que se hayan equivocado!

Se trata, por lo tanto, de un cambio, reducido pero significativo, en el imaginario colectivo, junto con una modificación más visible, y potencialmente enorme, en la jurisprudencia internacional. Aunque a Pinochet lo suelten mañana o pasado. Aunque lo devuelvan a Chile por anciano o por enfermo o porque les conviene a quieres nos gobiernan que así sea. Aunque no se haya arrepentido ni de una de las terribles órdenes que dio, esto es lo que el general ya no puede alterar: su nombre ha dejado de pertenecerle.

Durante décadas, yo me avergonzaba de que Chile hubiese, por su infortunio, brindado a la humanidad tanto la palabra como la persona misma de Pinochet. Quién hubiera podido adivinar que la palabra, por lo menos, terminaría siendo uno de los regalos de nuestro pueblo al planeta, notificando fervientemente a cada niño que nace sobre esta tierra que ellos no deben nunca, bajo ninguna circunstancia, en cualquiera de las muchas vidas que les puede tocar, que no deberán ellos ser, jamás de los jamases, un Pinochet.

Ariel Dorfman es escritor chileno; su último libro: Rumbo al Sur, deseando el Norte.

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