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LOS MUERTOS DEL PUENTE COLGANTE

Los horrores que aquí se narran comienzan en septiembre 1973, días después del golpe de Augusto Pinochet, y se refieren a hechos que ocurrieron en la provincia de Osorno. Remember-Chile ha seleccionado estos casos del libro CHILE: CONDENADO A MUERTE (1998; ISBN 91 970910 06), que su autor, Carlos Bongcam Wyss, ha puesto a nuestra disposición. El contenido integral de ésta y otras obras del mismo autor pueden ser descargados en PDF, http://www.pinochet.nu/

La región de Osorno está situada novecientos kilómetros al sur de Santiago y entonces bordeaba los 160 mil habitantes. Bongcam, fue allí profesor universitario y Secretario Regional del Partido Socialista, el que con otras agrupaciones formaba la Unidad Popular, coalición política que gobernaba al país con Salvador Allende a la cabeza. Su libro rememora una peripecia personal y un holocausto colectivo. Hemos sacrificado lo primero para concentrarnos en lo segundo, entresacando del texto estas historias de muerte y sufrimiento.

Bongcam está en una posición excepcional para revelarnos este triste capítulo sobre el terror en Osorno. Como político conoció a fondo la zona, y alternó con los que después del golpe de estado se irían a convertir en víctimas o en victimarios. Más aún, durante el tiempo en que se cometieron los crímenes que aquí se narran, el autor andaba por campos y montañas de la región, buscando evadirse de carabineros y soldados, sin más apoyo que el de los campesinos pobres de la zona, los mismos que por la noche eran exterminados por esas mismas patrullas. Pudo conocer así, de primera mano, los horrendos alcances de la represión.

Conjugando lo literario con lo real, Bongcam hace una denuncia que continúa siendo válida, ya que los que ayer cometieron esas atrocidades, hoy siguen impunes. Todavía es pertinente, diríase obligatorio, esclarecer y divulgar una verdad que algunos quisieran olvidar. Y lo es, en especial, porque el propio ex dictador afirma todavía que él ignoraba "los excesos" cometidos, y porque el General Izurieta, actual Comandante en Jefe del Ejército chileno, sigue afirmando que durante la dictadura imperaba una lógica de guerra. Curioso el descuido de aquel estratega que no registraba operaciones militares masivas y prolongadas, con participación de oficiales, tropas y equipos, tanto de día como durante las horas de toque de queda. Y curiosa guerra aquella, donde en forma sistemática se aprehendía y se ejecutaba a personas inermes, donde quienes se acercaron espontáneamente a las autoridades militares para aclarar sus casos, eran al punto sometidos a brutales castigos, que eran sólo el preludio de ejecuciones secretas.

El autor nos ha confirmado la veracidad de lo que a continuación se relata y se responsabiliza de todo lo que afirma. Remember-Chile pudo investigar en forma independiente algunos de estos casos, corroborando la autenticidad de ellos.

 

Ejecuciones y homicidios en la provincia de Osorno
El autor hace en su libro la siguiente advertencia:
"Los hechos que describo en este libro son auténticos. Los he reconstruido recurriendo a mi memoria y a los documentos citados en la bibliografía."

La guerra privada del Capitán Fernández

El 15 de septiembre de 1973, el Capitán de Carabineros Adrián Fernández comenzó su «Guerra Privada». En tiempos normales, Carabineros de Chile en cada Provincia estaba bajo las órdenes de los Intendentes. En todas las Intendencias había un Oficial que cumplía la función de nexo entre su Institución y el Intendente. Durante los dos primeros años del Gobierno de la Unidad Popular, Adrián Fernández fue el Oficial enlace con la Intendencia de Osorno.

En el ejercicio de su cargo tuvo ocasión de conocer a todos los Dirigentes Políticos y Administrativos de la Unidad Popular, de los Sindicatos y de las organizaciones de campesinos, de pobladores, de mujeres y de la juventud. Muchos confundieron su actitud servil, con simpatía por la causa de pueblo, y su oportunismo, con amistad. De hecho, en la Intendencia lo ayudaron de diversas formas, incluyendo avales para créditos bancarios. Por su amistad con algunos comunistas, se le atribuía una militancia secreta en dicho Partido. Emparentado por intermedio de su mujer con los dueños de fundo, el Teniente Fernández vivió mucho tiempo en la cuerda floja.

Cuando Adrián Fernández ascendió a Capitán, gracias a sus buenos contactos dentro del régimen allendista asumió el mando de la Tercera Comisaría de Rahue, en calidad de Comisario. Esta unidad policial tenía dentro de su área jurisdiccional toda la zona rural de la Provincia de Osorno, con la sola excepción del Departamento de Río Negro.

Producido el Alzamiento Militar, al Capitán Fernández se le produjo un dilema que sólo le duró tres días. Cuando ya no tuvo ninguna duda de que el régimen de Salvador Allende había sido irremediablemente derrotado, al Capitán le comenzaron a penar sus viejas «amistades». Entonces, aprovechando la licencia para matar otorgada por los Generales que habían usurpado el poder, el Capitán Fernández inició su «Guerra Privada», cuyo objetivo era demostrarle a los nuevos amos que él era un perro fiel, destruyendo de paso a los principales testigos de su amistad con aquellos que comenzaron a ser llamados «extremistas».

Los Carabineros de Rahue, debido a ese complejo que tienen los «Representantes de la Ley» de mostrarse serviles ante los Oficiales y los civiles adinerados, secundaron con entusiasmo a su superior en la matanza de campesinos y Dirigentes de la Unidad Popular, que se abatió sobre Osorno.

La «Guerra Privada» del Capitán Fernández se inició cuando una patrulla de Carabineros de Rahue, con gran despliegue policial, detuvo a los hermanos Leveque, ambos comunistas. En un furgón los llevaron a dicho recinto policial, donde fueron ingresados sin registrarlos en el «Libro de Partes», como lo exigía el Reglamento.

-¿Qué vamos a hacer con estos extremistas, mi Capitán? -inquirió el Teniente Ayudante, a solas con el Capitán Fernández.
-¡Hay que matarlos! -replicó el Comisario, sin inmutarse.
-¿Los vamos a matar aquí?.-¡Cómo se le ocurre, Teniente! -exclamó Fernández- Hay que despacharlos en el campo y tirarlos donde nadie los encuentre.
-¡A su orden, mi Capitán! -exclamó el Teniente, saliendo de la habitación.

El puente colgante sobre el río Pilmaiquén

Al anochecer de aquel día, un grupo de Carabineros sacó subrepticiamente de la Comisaría a los hermanos Leveque. Como al comienzo no tenían claro dónde los iban a matar, el vehículo policial tomó el rumbo hacia Bahía Mansa. Por el camino, uno de los verdugos propuso como el lugar más apropiado el puente colgante sobre el río Pilmaiquén.

-Los baleamos, los lanzamos al río, y listo -explicó el Cabo Águila.
-¡Deténgase! -le ordenó el Teniente al chofer-.¡Vamos al río Pilmaiquén!

Al llegar al río Pilmaiquén, el furgón se detuvo en la berma de la Carretera Panamericana. Bajaron a los hermanos, sin dejar de golpearlos. Sobre el puente colgante, los mataron a balazos.

-Si no les abrimos la guata, después de unos días los cadáveres saldrán a flote -explicó el Sargento Muñoz, apodado «El Loli», quién tenía experiencia al respecto.

Sin decir más, «El Loli» sacó un puñal y se lo enterró en el abdomen a uno de los cadáveres, abriéndolo en canal.

-¡Así se hace! -exclamó. El Cabo Inostroza se apresuró a hacer lo mismo con el otro cuerpo. Luego lanzaron al río ambos cadáveres.

Cuando venían de regreso a Osorno, el Cabo Canales, dijo: -Debimos haberles cortado los dedos de las manos, para que no los puedan identificar si los encuentran.

-Buena idea -dijo «El Loli».
-También les podríamos quemar las manos y el rostro con alquitrán hirviendo -propuso un Carabinero.
-Vamos a tener que organizar este trabajo -dijo el Teniente, calculando que recién habían comenzado a extirpar el «cáncer marxista» en la Provincia de Osorno.

Los Dirigentes Sindicales de Puerto Octay

El 16 de septiembre siguió la «Guerra Privada» del Capitán Fernández. Aquel día, los Carabineros de la Tenencia de Puerto Octay apresaron a tres Dirigentes Sindicales Campesinos. Dos fueron detenidos en sus domicilios, mientras el tercero, creyendo aquello de que «no tenía nada que temer», se presentó voluntariamente.

Cuando el Capitán Fernández se enteró de que los Carabineros de Puerto Octay habían detenido a tres Dirigentes Sindicales del Distrito, pensó que liquidando a esos campesinos les iba a dar una gran satisfacción a los dueños de fundo, muchos de ellos parientes o amigos de la familia de su mujer. Tocó el timbre eléctrico que tenía sobre su escritorio y casi al instante entró a la carrera el Teniente ayudante.

-Llame al Teniente Ríos de Puerto Octay y dígale que me mande de inmediato a los Dirigentes Sindicales.
-¡A su orden, mi Capitán! -le respondió el Teniente haciendo sonar los tacos de sus botas, imitando el taconeo de los nazis que aún es posible ver en las películas.

A media tarde, los tres Dirigentes Sindicales llegaron a Rahue en la ambulancia del hospital de Puerto Octay. Sin inscribirlos en el «Libro de Partes», los dejaron incomunicados en un calabozo.

Cerca de la medianoche los sacaron al patio y en un furgón policial los llevaron hasta el puente colgante sobre el río Pilmaiquén. Allí los fusilaron. Una vez abiertos en canal, metieron los cadáveres en unos sacos y los lanzaron al río.

Comienza la masacre en Entre Lagos

El lago Puyehue recoge el caudal del río Golgol que penetra hasta las cumbres de la cordillera de los Andes que rodean el volcán Puyehue, a recoger la lluvia y el agua del deshielo de las nieves eternas. Miles de arroyuelos cordilleranos, que bajan zigzagueando entre las rocas, a veces invisibles bajo los peñascos o sobre los desnudos guijarros del fondo de las quebradas, llevan al lago el agua de las montañas.

Sobre la ribera del lago Puyehue, al sur del nacimiento del río Pilmaiquén, se extiende Entre Lagos, un antiguo villorrio maderero. En 1971, el Presidente Allende lo elevó al rango de Comuna, designando a los Regidores de la Municipalidad y a Blanca Valderas, como la primera Alcaldesa que hubo en la Provincia de Osorno.

También el Retén de Carabineros del poblado, a cargo de un Sargento, fue elevado a la categoría de Tenencia, aumentando su dotación de personal.

Hacia el oeste, a diez kilómetros de Entre Lagos se encuentra el Salto del río Pilmaiquén y la Central Hidroeléctrica del mismo nombre.

A la entrada del camino hacia la represa había un Retén de Carabineros cuya dotación se alimentaba de un odio mortal contra los campesinos. No contra los campesinos ricos y poderosos, sino contra los más pobres y desamparados.

Después de la Sublevación de los Militares, un numeroso grupo de trabajadores del campo, cuidadosamente seleccionados por los dueños de la tierra, fueron asesinados por los Carabineros en los terrenos de la Central Hidroeléctrica.

El patíbulo de los Carabineros estaba al oeste de la represa, más allá del edificio de las turbinas. Allí donde el río, después de haber transformado su fuerza en electricidad, recuperaba sus aguas.

El Escuadrón de la Muerte de los latifundistas de Entre Lagos, todos actuando con máscaras de vampiros, llevaban a sus víctimas al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, al margen de la Carretera Panamericana, y allí los asesinaban.

La masacre en la Comuna de Entre Lagos comenzó la noche del 16 de septiembre. En la mañana de aquel día, un campesino «que no tenía nada que temer» se presentó voluntariamente a la Tenencia. Allí lo dejaron detenido junto a dos Regidores comunistas que los Carabineros habían aprehendido en sus respectivos domicilios.

Por la tarde, el Teniente llamó por teléfono a su superior, el Capitán Fernández, para comunicarle los nombres de los detenidos y pedirle instrucciones.

-Esta noche irá a buscarlos el señor Sáez -le respondió el Capitán Fernández.
-¿El que hizo la lista?
-Sí. Sí. Él mismo. ¡A él entréguele los detenidos!
-¡A su orden, mi Capitán!

Entrada la noche, los Carabineros sacaron a los tres detenidos al camino. Allí, junto a una camioneta les esperaba un grupo de civiles enmascarados. Era el «Comando de la Muerte», organizado por Sáez para limpiar la zona de «extremistas».

Enfrentados a sus víctimas, no obstante las máscaras con que cubrían su rostro y las armas que portaban, los verdugos temblaban. Subieron a los detenidos a una camioneta y partieron hacia la ciudad de Osorno.

Se detuvieron ante la barrera del Retén Las Lumas y, una vez revisado el salvoconducto, siguieron. Finalmente, la camioneta se detuvo en el río Pilmaiquén.

A los tres detenidos los llevaron al puente colgante y allí los mataron. El río recibió los cuerpos sin vida y se los llevó hasta las claras, profundas y tranquilas aguas del río Bueno.

La muerte llega a San Pablo

San Pablo es un villorrio pequeño y apacible, de amplias calles, escasas viviendas y pocos habitantes. Se encuentra ubicado cerca de la Carretera Panamericana y del río Pilmaiquén, que hace de frontera entre las Provincias de Valdivia y Osorno.

El trazado de la Carretera lo dejó a trasmano, al margen del tráfico regular de vehículos, lo mismo que a los pueblos de Río Bueno y La Unión.

Al construir la nueva carretera, el antiguo puente sobre el río Pilmaiquén, que unía los pueblos de Río Bueno y San Pablo, fue derribado y en su lugar levantaron un puente colgante para peatones. El objetivo de este puente fue permitir a los campesinos del lado norte del río Pilmaiquén, que fueran a comprar sus provisiones a San Pablo.

Con toda seguridad, a ninguno de los constructores de aquel puente colgante se le pasó por la mente el uso que harían de él, años después, los Carabineros y los «Comandos de la Muerte» de los dueños de fundo.

Durante los últimos años del período presidencial demócrata cristiano y también bajo la presidencia de Salvador Allende, en los campos de los alrededores de San Pablo se crearon Sindicatos campesinos que de inmediato comenzaron a reclamar a los patrones el cumplimiento de las leyes laborales. El pago de las imposiciones y de las asignaciones familiares atrasadas, fueron las exigencias más comunes. La reacción de los dueños de fundos fue violenta. Hubo varias represiones de campesinos que dieron la pauta de lo que harían después del «Golpe de Estado», con ayuda de los Carabineros y la complicidad de las Autoridades Militares.

En San Pablo, las listas de personas a eliminar preparadas por los dueños de la tierra -al igual que en todas las zonas rurales de la Provincia-, estaban encabezadas por los Dirigentes Sindicales.

El 17 de septiembre, los Carabineros de San Pablo, lista en mano, procedieron a detener a varios Dirigentes.

Siguiendo las instrucciones recibidas, ninguno de ellos fue ingresado en el «Libro de Partes».

Después del mediodía, el Teniente Rodríguez llamó al Capitán Fernández.

-Mi Capitán: Aquí tenemos tres Dirigentes Sindicales y un comunista.
-Usted sabe lo que tiene que hacer, Teniente. ¡Cumpla sus órdenes! -¡A su orden, mi Capitán!

Después de colgar el teléfono, el Teniente llamó: -¡Sargento Moraga!

El Sargento entró a la oficina, casi a la carrera.

-¡Mande, mi Teniente!
-¡Prepárese para darle el bajo a los extremistas!
-¡A su orden, mi Teniente!

El Teniente se echó atrás en su asiento, sonriendo satisfecho al ver que su subalterno le obedecía sin chistar. La sumisión de los hombres que tenía bajo su mando y el estricto acatamiento que éstos hacían de su autoridad, siempre le había producido un placer indescriptible. Cerca de la medianoche, el Sargento Moraga sacó a los presos de la celda donde los tenían encerrados.

En un furgón policial, una patrulla de Carabineros los llevó hasta el puente colgante sobre el río Pilmaiquén.

Después de golpearlos, los fusilaron.

Abrieron los cadáveres con sus puñales, los ensacaron y los lanzaron al río.

Sólo la ex Alcaldesa escapó con vida

Aquella noche del 18 de septiembre, los dueños de fundo de Entre Lagos prosiguieron la matanza de campesinos de su comuna. A la una de la madrugada, cinco detenidos que se encontraban en los calabozos de la Tenencia de Carabineros del pueblo, fueron sacados al exterior. Los presos salieron a la intemperie tratando de adivinar su destino, sin reparar en el frío de la noche.

Además de los dos Regidores socialistas y de un Dirigente Sindical campesino, se encontraba Blanca Valderas, Regidora y ex Alcaldesa de la Municipalidad de Entre Lagos. Tal como había ocurrido dos noches atrás, en la oscuridad del camino esperaba el «Comando de la Muerte» de Entre Lagos.

Los asesinos enmascarados de vampiros subieron a los detenidos a la camioneta de Saez, el cabecilla del grupo, y partieron rumbo al puente colgante sobre el río Pilmaiquén. En aquel lugar hicieron entrar a los detenidos al puente y los obligaron a ponerse de rodillas. Detrás de cada uno de ellos se paró un miembro del Comando con un arma en la mano. A una señal, les dispararon a la cabeza.

Al verdugo que estaba detrás de la ex Alcadesa se le atascó el arma, lo que ella aprovechó para lanzarse al río. Mientras caía, el asesino pudo disparar, pero no acertó en el blanco. Milagrosamente, Blanca Valderas escapó con vida. Todos sus compañeros perecieron y sus cuerpos jamás fueron encontrados. La ex Alcaldesa fue la única, de todas las personas llevadas al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, que se libró de la muerte.

El Secretario Regional del Partido Comunista

Santiago Aguilar, Gobernador de La Unión y Secretario Regional del Partido Comunista de Osorno, el 11 de septiembre hizo entrega formal de su cargo a un Mayor de Carabineros, quien lo dejó bajo arresto domiciliario. Pocos días después, debió trasladarse a Osorno a raíz de que le fue solicitada la casa fiscal en la que habitaba como Gobernador. Para hacer el traslado de los muebles de su casa, necesitaba el salvoconducto que otorgaban los Carabineros. Fue entonces cuando Santiago Aguilar cometió un error que resultó fatal: en vez de dirigirse a la Primera Comisaría de Carabineros de Osorno, que le correspondía por su domicilio, fue a solicitar dicho documento a la Tercera Comisaría de Rahue, donde era Comisario el Capitán Fernández, con quien los comunistas habían mantenido muy buenas relaciones durante el Gobierno de la Unidad Popular.

El 17 de septiembre por la mañana, el ex Gobernador llegó a la Comisaría de Rahue, y pidió entrevistarse con el Capitán Fernández. Cuando éste supo que el dirigente comunista de mayor rango en la Provincia se había presentado a su cuartel, le dio un vuelco el corazón. Jamás se había imaginado que iba a tener esa suerte.

-¡Métanlo a un calabozo! -le ordenó el Capitán Fernández, a su Teniente Ayudante y agregó con sorna-: ¡Primero tendrá que conversar con el Sargento Águila! En los tres días que duraba la «Guerra Privada» del Capitán Fernández, el Sargento Águila había ganado una justa fama como torturador despiadado y asesino sin entrañas.

Durante dos días, el ex Gobernador fue torturado sin ninguna consideración al hecho de que se encontraba convaleciente de una grave enfermedad.

En la madrugada del 19 de septiembre, Santiago Aguilar fue sacado de la celda que compartía con otras personas. En el corredor, en tono burlón, el Sargento Águila le dijo:

-¡Despídete de tus compañeros!

Una vez en el patio, Santiago Aguilar rehusó entrar al furgón de Carabineros, pero éstos lo golpearon obligándolo a subir. Aquella misma noche lo llevaron a Valdivia donde los Militares estaban interesados en interrogarlo acerca del Partido Comunista en la zona sur. Durante todo el tiempo en que fue interrogado y torturado en Valdivia, permaneció incomunicado en la cárcel de dicha ciudad. El 6 de octubre, cuando la quebrantada salud de Aguilar no les permitía continuar con los interrogatorios, los Militares lo entregaron a los hombres del Capitán Fernández.

A partir de aquel momento, se perdió su rastro.

Los «consejos» del Capitán Fernández

El 16 de septiembre, un Bando del Jefe de Plaza llamó a presentarse al Presidente y al Secretario del Comité de Pobladores Sin Casa de Osorno, ambos militantes socialistas. Al día siguiente, los domicilios de ambos fueron allanados. Este hecho les determinó a recurrir al Capitán Fernández, a quien consideraban su amigo. Fueron a pedirle consejo. Al abrir la puerta de su casa, el Capitán se asustó porque pensó que ambos Dirigentes, enterados de su «Guerra Privada», habían ido a matarlo. Pero los jóvenes andaban desarmados y llevaban otro propósito. Le explicaron al Oficial que iban a pedirle consejo, dado que los estaban llamando a presentarse.

-¿Qué hacemos?
-¿Qué nos aconseja?
-¡Muchachos! -les respondió el Oficial en tono falsamente amistoso-. Yo les aconsejo que se vayan a presentar a la Tercera Comisaría de Rahue. Por temor a la reacción de los jóvenes, el Capitán Fernández no los detuvo inmediatamente. Pero luego, al darse cuenta que los Dirigentes realmente confiaban en él, les dijo:

-Si quieren, yo mismo los voy a dejar.

En el jeep policial los llevó a la Comisaría de Rahue. Cuando se sintió seguro y protegido entre sus hombres, el Capitán Fernández ordenó que encerraran a sus acompañantes. De inmediato, los Carabineros comenzaron a torturarlos. En la madrugada del 19 de septiembre, los dos Dirigentes de los Pobladores fueron sacados de la unidad policial y conducidos al puente colgante sobre el río Pilmaiquén. Allí los mataron a balazos.

(En enero de 1974, en un remanso del río Pilmaiquén fue hallado el cuerpo de Raúl Santana, el ex Presidente del Comité de Pobladores Sin Casa. El cadáver, dentro de unos sacos rotos, estaba sin brazos ni piernas, pero con sus documentos de identidad en un bolsillo de su chaqueta.)

El Director Provincial de Educación

El Golpe Militar sorprendió en Santiago a César Ávila, el Director Provincial de Educación de Osorno, donde asistía a un curso de perfeccionamiento del Magisterio.

Informado de que su esposa, también profesora, había sido detenida en Osorno, regresó a la Provincia para hacerse cargo de sus numerosos hijos menores.

El 27 de septiembre fue a la Penitenciaría a ver a su mujer. En los momentos en que salía de dicho establecimiento fue detenido por una patrulla de Carabineros que viajaban en un furgón policial.

En la Tercera Comisaría de Rahue, luego de ser sometido a torturas, Ávila fue encerrado en una celda junto a otros compañeros. A raíz de los malos tratos y a la falta de su medicina para el asma, al llegar la noche César se encontraba en muy precarias condiciones de salud. Cerca de la medianoche, perdió el conocimiento.

Entonces los Carabineros lo sacaron de la celda y lo subieron a un furgón policial. El vehículo se dirigió al puente colgante sobre el río Pilmaiquén. Una vez allí, César Ávila fue ultimado con arma blanca. Después de quemarle el rostro y las manos con alquitrán hirviendo, los Carabineros lanzaron su cuerpo ensacado a las aguas del río.

Prosigue la «Guerra Privada» del Capitán Fernández

En la madrugada del 29 de septiembre, una patrulla de Carabineros encabezada por el propio Capitán Fernández irrumpió en el domicilio de los hermanos Igor. En medio de golpes, insultos y amenazas sacaron a Juan y a Gustavo y se los llevaron a la Comisaría de Rahue. Ya en el recinto policial, los hermanos fueron separados. Juan fue inscrito en el «Libro de Partes» y llevado a un calabozo; mientras, Gustavo era incomunicado sin registrarlo en dicho libro. Juan fue dejado en libertad ese mismo día cerca de las ocho de la noche. Al preguntar por su hermano, nadie le dio una respuesta.

Cerca de las 21 horas, el Sargento Águila sacó a Gustavo de su celda y lo bajó al sótano de la Comisaría. Allí lo torturaron hasta que el joven perdió el conocimiento.

Después de la medianoche, en un furgón policial lo llevaron al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, donde lo mataron. Luego ensacaron el cadáver y lo lanzaron a las aguas del río.

(El 9 de enero de 1974, unas personas que rastreaban el río Pilmaiquén, encontraron el mutilado cadáver de Gustavo Igor y lo llevaron a la morgue local, donde fue reconocido por sus familiares.)

Los abogados se «abstienen»

El 2 de octubre, el Diario «La Prensa» publicó la Declaración del Presidente de la Asociación de Abogados de Osorno:

-Los abogados de nuestra ciudad, en su última sesión, teniendo presente la gran demostración de patriotismo y sacrificio realizada por las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile, en orden a exponer sus vidas, carreras profesionales y bienestar de sus familias, entre otras cosas, a fin de volver a la Patria a los cauces normales y extirpar la cizaña del comunismo, acordaron aconsejar a sus colegiados democráticos abstenerse de ejercer defensas de reos que signifiquen atropellos a la economía, libertades, leyes y Constitución Política, cuyo conocimiento esté entregado a los Tribunales Militares en Tiempo de Guerra.

Continúa la matanza en Entre Lagos

Aquella noche, alrededor de las diez, un Dirigente Sindical y cuatro campesinos que se encontraban detenidos en el Retén de Carabineros de Pilmaiquén, fueron sacados de la unidad policial. Los Carabineros los llevaron hasta el borde del acantilado del salto del río Pilmaiquén y allí los mataron a balazos. Luego abrieron sus cuerpos en canal y los lanzaron al agua.

Los restos mortales de estas personas no fueron encontrados. No obstante, la Fiscalía Militar de Valdivia entregó a sus familiares los certificados de defunción de tres de ellos.

El «enfrentamiento» en Bahía Mansa

Bahía Mansa debiera llamarse caleta brava, porque no es bahía, sino caleta; ni es mansa, sino llena de traicioneras corrientes. A poco de inaugurarse el muelle, el primer barco que visitó Bahía Mansa naufragó en los roqueríos a la salida de la caleta, sorprendido por las corrientes submarinas. De aquella forma murió la ilusión de los osorninos de contar con un puerto. Idea introducida por los descendientes de los colonos alemanes quienes, durante la Segunda Guerra Mundial, recibían en Bahía Mansa las armas que les llevaban los submarinos nazis.

Atraídos por la esperanza de que iba a funcionar un puerto, centenares de cesantes, de pobladores sin casa y de campesinos expulsados de los fundos de Osorno y de las Provincias vecinas, poblaron los cerros de Bahía Mansa. Al cerrarse el puerto, como consecuencia del naufragio, la mayoría de los recién llegados se fue de la zona, pero allí se quedaron los desamparados que no tenían a dónde ir. Desde entonces, Bahía Mansa contaba con una población estable de varios centenares de habitantes. Aquellos desventurados, sin ingresos fijos, sobrevivían muy por debajo del nivel de extrema miseria.

El 11 de septiembre, luego de conocerse el Alzamiento Militar, un grupo de jóvenes partidarios de la Unidad Popular se trasladó a un sector cercano a Bahía Mansa. Unos días después fueron sorpresivamente atacados por fuerzas de Carabineros. Tres de ellos buscaron refugio en la choza de un pescador de Bahía Mansa. El 5 de octubre irrumpió en aquella rancha un contingente de Carabineros de Rahue y del Retén de Bahía Mansa. Hicieron salir a los jóvenes y, sin mediar palabra, les dieron muerte.

Entre ellos cayó el Presidente del Comité Provincial de la Unidad Popular de Osorno, un joven militante del Partido Radical.

El Jefe de Plaza informó que los tres jóvenes eran extremistas y que habían resultado muertos "cuando el grupo llevó a cabo una acción terrorista contra el Retén de Bahía Mansa"; que "estaban involucrados en un plan subversivo contra las Fuerzas Armadas", y que "en su poder se había encontrado gran cantidad de armamentos y explosivos." Aquel mismo día desapareció sin dejar rastros el hermanastro de uno de los ejecutados en Bahía Mansa, cuando iba a dicho lugar llevándole alimentos a su familiar y sus acompañantes.

El Regidor de Río Negro

Mario Sandoval, Regidor Comunista de Río Negro, desapareció el 7 de octubre. Después de haber sido aprendido el 17 de septiembre, estuvo detenido sucesivamente en la Comisaría de Carabineros de Río Negro, en el Regimiento «Arauco», en la Penitenciería de Osorno y, finalmente, en el Estadio Español, convertido en campo de concentración por los Militares.

Casi a diario lo llevaban al Hospital nuevo, que los Militares eufemísticamente llamaban «Centro de Interrogatorios», donde funcionaban los equipos de torturadores de la Fiscalía Militar.

El 7 de octubre, Sandoval volvió alegre y optimista de su rutinaria visita al Hospital nuevo. El Fiscal Militar le había comunicado que aquel mismo día iba a quedar libre. En el Estadio Español recogió sus frazadas y se preparó para regresar a su casa en Río Negro.

Cuando llegó la hora, salió por la puerta principal. Afuera lo estaban esperando los Carabineros de su pueblo, quienes lo subieron a una camioneta y partieron. Desde aquel momento, Mario Sandoval desapareció para siempre.

Se perdió el rastro de Panguinamún

El indígena huilliche José Panguinamún, Dirigente del Comité de Pobladores Sin Casa de Osorno y ex candidato a Regidor del Partido Socialista, fue llamado por Bando y se presentó ante la Fiscalía Militar.

Después de ser interrogado con golpes y descargas eléctricas, amarrado desnudo sobre un catre metálico, Panguinamún fue dejado en libertad a fines de septiembre. El 9 de octubre Panguinamún estaba trabajando en el cruce Lynch, donde fue detenido por un Carabinero retirado que en aquellos días recorría las calles de Osorno a la caza de partidarios de la Unidad Popular.

En una camioneta particular fue llevado a la Tercera Comisaría de Carabineros de Rahue, donde fue bárbaramente torturado. A medianoche lo sacaron del calabozo y desde entonces se perdió todo rastro de su persona.

Por amor también se muere

El viernes 28 de diciembre, a las 18 horas, Marcelino fue notificado en la Fiscalía Militar de Valdivia que quedaba libre, sin cargos. Al día siguiente llegó a su hogar en el fundo «Pilmaiquén», cercano al pueblo de Entre Lagos. Delia, su mujer, lo recibió con alegría, aunque en su interior la angustia le apretaba el corazón. Marcelino llegó feliz. A pesar de lo injusto de su encierro y de las torturas sufridas no tenía rencor en contra de nadie. Su mujer, le dijo:

-Estoy preocupada. Los Carabineros de Pilmaiquén han venido varias veces a preguntar por ti.
-¡Pero si ellos sabían que yo estaba detenido!
-Eso les he dicho. Parece que están esperando tu regreso.
-No tengo nada que temer -dijo Marcelino para calmar a su mujer y tratando de convencerse a sí mismo-. En la Fiscalía me dijeron que quedaba en libertad, sin cargos.
-Tengo una corazonada. Deberías irte. Al menos durante un tiempo. Pero Marcelino tenía otros planes para aquella noche. Quería estar con su mujer, sentir su cuerpo junto al suyo, acariciarla. Era lo que más había echado de menos mientras estuvo detenido.
-Me quedaré esta noche, mañana veremos.

Al día siguiente, domingo 30 de diciembre, sorpresivamente llegó una visita. Era doña Carmen, que venía con la intención de esperar el Año Nuevo en casa de sus amigos. Llegó acompañada de sus cuatro hijos menores. Los otros tres habían quedado en Osorno, al cuidado de su padre.

La llegada de doña Carmen decidió las cosas.

-No me puedo ir, Delia. ¿Cómo me voy a ir ahora que tenemos visitas?

Doña Carmen había llevado algunas provisiones consigo y un par de botellas de vino. La dueña de casa mató un par de pollos y Marcelino fue a comprar chicha. De ese modo, todo el vecindario se enteró de su regreso. A quienes le dijeron que se fuera del lugar, el campesino les repitió lo que le había dicho el Fiscal Militar: que estaba libre y sin cargos.

Pero los latifundistas de Entre Lagos no estaban conformes. Ellos habían colocado a Marcelino en la lista y los Militares lo habían dejado libre y sin cargos. Los Carabineros del Retén de Pilmaiquén también se sentían burlados. Ellos le habían entregado el detenido a los Militares para que éstos lo mataran y no para que lo dejaran libre y sin cargos.

Se acercaba la medianoche. La quietud había caído temprano sobre el campo. La modesta vivienda de Marcelino estaba en silencio. Sus moradores dormían.

Sigilosamente, unas sombras negroverdosas se acercaron a la casa. Eran los Carabineros que iban a cumplir las instrucciones de los dueños de fundo.

De una patada derribaron la puerta de la vivienda y entraron disparando. Doña Carmen, cayó abatida por una ráfaga al intentar defender a sus hijos.

En la oscuridad, en medio de golpes, insultos y amenazas, los Carabineros sacaron a Marcelino de la casa. En el patio le amarraron las manos a la espalda y, dándole culatazos, se lo llevaron.

La siniestra procesión bajó hacia el río atravesando el caserío. Paralizados por el terror, desde las ventanas de sus casas los vecinos miraban pasar el cortejo, sin atreverse a intervenir. El grupo de trágicas sombras traspasó el portón de la Central Hidroeléctrica Pilmaiquén, que el sereno de la empresa había dejado sin candado ex profeso, y entró al recinto de la casa de máquinas donde Marcelino fue abatido a tiros.

Su cadáver abierto a cuchilladas fue lanzado a la corriente, desapareciendo para siempre en las frías y turbulentas aguas del río.

La persistente lluvia tardó varios días en borrar el charco que dejó su sangre.

Relato final: el caso de Reinaldo Huentequeo

Reinaldo Huentequeo estaba casado con María Queule y tenían cinco hijos: el mayor de nueve años de edad y el menor, de dieciocho meses. La vivienda del matrimonio había sido construida en la ladera de una pequeña elevación del terreno, cuya pendiente terminaba al borde del camino de tierra que, siguiendo las sinuosidades del terreno, unía las casas de la colonia Mantilhue.

La casa se calentaba con el fuego que ardía permanentemente en una pequeña cocina de hierro fundido. María se pasaba casi todo el tiempo en aquella habitación preparando la comida para su marido y sus hijos; amamantando a su hijo menor, y haciendo pan con sus hacendosas manos que amasaban la harina con fuerza y destreza. El resto del día lo ocupaba en ordeñar a la vaca; dar de comer a media docena de gallinas alborotadoras y chismosas, a los flacos y descoloridos perros y a los chillones cerdos de olor penetrante; lavar y remendar la escasa ropa de la familia; hilar lana cruda de oveja; tejer chalecos y calcetines para sus hijos, su marido y ella misma, y desmalezar la huerta donde las verduras crecían bajo la cálida mirada de sus verdes y misteriosos ojos.

En ocasiones, y sólo por breves instantes, María se quedaba en silencio, quieta, mirando al cielo como hipnotizada, sin siquiera pestañear, observando volar entre las nubes a los grandes pájaros negros que vigilaban atentos desde la altura. En aquellos momentos recordaba el sueño que había tenido y se estremecía.

Sus hijos, como todos los demás niños campesinos, habían aprendido desde pequeñuelos a valerse por sí mismos y a prestar ayuda en los quehaceres de la casa. El mayor de ellos estaba encargado de apartar al atardecer el ternero de la vaca, que su madre ordeñaba por la madrugada, mucho antes de preparar el desayuno. Todas las tardes, secundados por los perros a los cuales esta faena siempre les resultaba muy divertida, los niños rodeaban el pequeño rebaño de ovejas para encerrarlo en el corral de estacones levantado cerca de la casa.

Antes del camino pasaba un estero, que en la propiedad de Reinaldo formaba un pantano cubierto de juncos donde los tres gansos sobrevivientes del hambre del invierno buscaban comida en el fango y media docena de patos negroverdosos sumergían sus cabezas en el lodo, levantando sus patas al aire al darse impulso.

El reducido terreno familiar apenas les permitía mantener la vaca parida, que cada día les proporcionaba unos pocos litros de leche; media docena de ovejas indianas, y tres famélicos chanchos que rondaban la casa prestos a abalanzarse sobre los desperdicios y, al menor descuido de María, introducirse en el sembrado de papas.

Para sobrevivir, Reinaldo, y los demás pequeños agricultores de la colonia, debían trabajar a sueldo en los fundos cercanos. Los campesinos apenas si tenían conciencia de sus miserables condiciones de vida, pues todos los vecinos del entorno vivían en la misma forma.

Una perra de color indescifrable y sus dos cachorros de padres desconocidos, formaban la guardia de la casa. Cada vez que sentían ruidos extraños en la cercanía o que alguien se acercaba a la vivienda o pasaba por el camino, armaban un gran alboroto con sus destemplados ladridos. El menor de los perros ladraba siempre por cualquier cosa, era el primero en comenzar y el último en callarse.

El sábado 6 de octubre estaba frío y llovía. Después de almorzar, toda la familia se había quedado en la cocina. Reinaldo y María tomaban mate comentando las noticias que circulaban de boca en boca. La tranquila y somnolienta conversación entretejía los rumores con los problemas concretos de la casa: que la harina estaba subiendo de precio todas las semanas; que había que reparar el techo del gallinero; que unos Dirigentes Sindicales campesinos habían desaparecido de sus casas; que el techo de la bodeguita también se goteaba; que se había visto cadáveres flotando en el río Pilmaiquén; que el cerco de la huerta se estaba cayendo solo de podrido; que el patrón del fundo vecino aún no había venido y no había nadie a quien pedirle un anticipo; que el serrucho apenas cortaba, que había que trabarlo y afilarlo; que los Carabineros recorrían los campos en las camionetas de los dueños de fundo; que el astil del hacha estaba por romperse, que habría que ir al monte a buscar un palo de luma para repararla; que no pensaba huir porque nunca le había hecho mal a nadie; que "si me fuera, qué sería de tí y de los niños"; "que estará de Dios que sucedan estas cosas". Reinaldo mateaba mientras sus hijos menores jugaban debajo de la mesa. De vez en cuando sopeaba un trocito de pan, que María recién había sacado del horno, en el caldito de ají picante preparado con agua hirviendo directamente en el mortero de piedra.

De pronto los perros comenzaron a ladrar y el cachorro, como de costumbre, se lanzó a la carrera hacia el camino.

-¿Quién podrá ser? -dijo Reinaldo.

El mayor de los niños se levantó con presteza y miró por la ventana a través del plástico semi transparente que reemplazaba los vidrios rotos.

-¡Vienen los Carabineros! -dijo.

Un pelotón de Carabineros armados de fusiles automáticos subía hacia la casa tomando precauciones de guerra. En el patio de la pobre vivienda, ante la extrañeza y el pánico de sus moradores, los uniformados se desplegaron tomando posiciones de combate, sin dejar de apuntar sus armas hacia la casa.

Los dueños de fundo que conducían las camionetas, se habían quedado en el camino protegidos detrás de sus vehículos. Reinaldo se puso el sombrero y, sin chaqueta, se asomó a la puerta. Allí se encontró apuntado por una docena de amenazantes fusiles.

-¡Buenas tardes! -saludó el campesino, al tiempo que empujaba hacia adentro las cabecitas de sus hijos que se asomaban por sus costados-. ¿Qué se les ofrece?
-¿Reinaldo Huentequeo?
-Pa'servirle.
-¡Arriba las manos!
-Pero, ¿qué he hecho yo?
-¡Cállate, mierda! ¡Manos a la nuca y camina pa'cá!.-¡Apúrate, desgraciado! Vacilante, Reinaldo salió al patio, bajo la lluvia. El vacío que dejó en el rectángulo de la puerta lo llenó de inmediato su mujer.
-¿Qué pasa con mi marido?
-¡Atrás! -gritó amenazante un Carabinero que se interpuso entre la mujer y su esposo.

Al lado de María, cinco pares de ojitos miraban con espanto cómo su padre era castigado por los Carabineros. Al escuchar el llanto de sus hijos y los desesperados gritos de su mujer, Reinaldo se resistió a caminar, pero entonces arreciaron los culatazos. No le quedó más remedio que seguir hasta el camino. Al ver cómo el fuerte viento agitaba las mantas de los Carabineros, mientras éstos golpeaban sin piedad a su marido, María recordó aquel sueño en el que los grandes pájaros negros descendían desde lo alto y se abatían sobre Reinaldo para destrozarlo a picotazos.

Entonces, gritó:

-¡No lo maten! ¡No lo maten!

Pero se arrepintió de inmediato, atemorizada, al recordar que su madre siempre le había dicho que los sueños malos no se debían contar, para que no salieran ciertos.

Desde el camino, en medio de los golpes y de la lluvia, Reinaldo escuchó los gritos de su mujer y se estremeció.

En la camioneta estacionada a la vanguardia había dos campesinos del lugar. Estaban sentados en el piso de la bandeja del vehículo, con las manos atadas. Antes de subir a Reinaldo junto a los campesinos, le amarraron las manos a la espalda.

Cuando todos los Carabineros estuvieron arriba de los vehículos, un Oficial ordenó:

-Al primer movimiento sospechoso: ¡Tiren a matar!.-¡A su orden, mi Teniente! -respondieron los Carabineros y luego se acomodaron en las bandejas de las camionetas, tapándose con sus mantas para guarecerse de la lluvia que, indiferente a estos luctuosos sucesos, caía con entusiasmo.

Cuando los vehículos se pusieron en marcha, Reinaldo pudo mirar hacia su casa. Vió a su mujer con el menor de los niños en sus brazos y a sus otros hijos formando un coro de llanto encaramados en los estacones del cerco de la huerta. Una vecina subía hacia su casa bajo el aguacero, cubriéndose la cabeza con un chal. Al tomar la camioneta la primera curva del camino, la escena desapareció de golpe y la lluvia, dándole de lleno en la cara, disimuló sus lágrimas.

Rumbo al pueblo de Río Bueno, los vehículos se fueron por el camino enripiado atravesando los campos cubiertos de fértiles lomas empastadas. Dando tumbos en los baches, las camionetas iban espantando a las bandadas de tordos que huían a refugiarse en las profundidades de los bosquecillos de las quebradas.

A la Comisaría de Carabineros de Río Bueno entraron por un portón que daba a una calle lateral. En el patio del recinto policial, los Carabineros bajaron a los prisioneros de los vehículos en medio de golpes, insultos y amenazas. En la Sala de Guardia, los despojaron de sus documentos de identidad y objetos de valor y después, sin registrarlos en el «Libro de Partes», los encerraron en un pestilente calabozo.

Era una antigua caballeriza donde había otros tres campesinos, desconocidos para los recién llegados. Cuando los Carabineros cerraron las puertas de la pesebrera, los detenidos conversaron entre sí. Ninguno sabía el motivo por el cual había sido detenido y nadie se sentía culpable de nada. Cada cual pensaba que, en su caso, había un error, una equivocación, un malentendido que pronto sería remediado. Todos tenían la esperanza de que más temprano que tarde serían puestos en libertad.

Sin embargo, las horas pasaron y nada sucedía. Finalmente, la noche llegó junto con los primeros síntomas de desaliento.

Cerca de la medianoche, cuando los campesinos ya estaban dormitando, los despertó la puerta que se abrió con gran estrépito. Entraron los Carabineros y a golpes los sacaron a todos al patio. Allí los subieron a un furgón cerrado y aseguraron las puertas por fuera. Un pelotón de Carabineros subió a un segundo vehículo y ambos furgones salieron de la Comisaría.

Los vehículos abandonaron Río Bueno por el camino viejo a San Pablo y por aquella vía llegaron hasta el puente colgante para peatones sobre el río Pilmaiquén. Los Carabineros descendieron en silencio y se apostaron al borde del barranco. Un Oficial abrió las puertas del furgón, hizo bajar a los campesinos y les ordenó:

-¡Vamos, crucen el puente!

El río venía crecido con las últimas lluvias. Una decena de metros por debajo del angosto puente pasaban las aguas, oscuras y arremolinadas. Cuando el primer campesino de la fila llegó a la mitad del puente, los Carabineros comenzaron a disparar sus fusiles automáticos.

Reinaldo escuchó la primera ráfaga mezclada con los gritos de espanto y de dolor de sus compañeros y, sin pensarlo dos veces, saltó al río. Se sumergió profundamente y las aguas lo arrastraron.

Salió a la superficie medio centenar de metros río abajo.

Los Carabineros corrían como fieras enloquecidas por la alta ribera, disparándole a los campesinos para rematarlos. Antes de que la corriente lo alejara de los asesinos, Reinaldo recibió una ráfaga en una pierna. Un Carabinero, que lo vió luchando para no hundirse, exclamó:

-¡Quedó uno vivo, mi Teniente! ¡Quedó uno vivo!
-¡Va herido, mi Teniente, yo le di! -gritó otro.
-Entonces no irá muy lejos -dijo el Teniente-. Mañana lo rastrearemos.

Reinaldo sentía su pierna izquierda inmovilizada. El dolor era intenso, pero el frío del agua le impedía perder el conocimiento. A duras penas podía mantenerse a flote. Braceando para no hundirse, se dejaba arrastrar por la corriente salvadora.

Comprendía que su vida dependía del río, de la fuerza de la corriente que lo alejaba de los asesinos, pero sentía que las fuerzas lo estaban abandonando. Sólo el recuerdo de su mujer y sus hijos llorando frente a su casa, le daba ánimos para seguir luchando.

Por un momento le pareció estar soñando una dolorosa pesadilla. Se abandonó al sueño pero, inmediatamente, las aguas lo cubrieron. Entonces reaccionó y siguió luchando.

La distancia y el rumor del río finalmente apagaron los gritos de los Carabineros. También dejaron de escucharse los disparos. Entre los arbustos de la orilla, sobre el barranco, divisó una lejana lucecilla. Era una casa campesina. No intentó salir del río en ese lugar pensando que aún estaba demasiado cerca de sus verdugos.

Flotando Río abajo, vio cómo otros puntos de luz asomaban y desaparecían al ser ocultadas por los matorrales de la ribera.

Sentía el cuerpo adormecido por el frío y perdió la noción del tiempo transcurrido. Le pareció escuchar de nuevo las detonaciones y los gritos de dolor de sus compañeros. Comprendió que estaba delirando. Una extraña sensación de abandono le producía el deseo, cada vez más irresistible de entregarse, de dejarse tragar por las aguas, de hundirse para siempre.

La pierna herida no la podía mover, le pesaba como un tronco. Comenzó a temblar. Primero le tembló la boca, luego le temblaron los brazos y, por último, sintió un calambre en el estómago. Ya no resistía más, se estaba quedando sin fuerzas. Tuvo la certeza de que si no salía del río de inmediato, moriría ahogado sin remedio. Haciendo un esfuerzo supremo comenzó a bracear para acercarse a la orilla más próxima.

Con desesperación, se tomó de los mimbres de la ribera. A punto de desfallecer, comprobó con desaliento que los troncos y las raíces entreverados en el agua, no le permitían salir a tierra firme. Sujetándose de las ramas, que besaban el agua, avanzó río abajo hasta una pequeña ensenada donde flotaba un pequeño bote de madera. Allí, antes de desmayarse, logró pasar medio cuerpo sobre unas raíces que sobresalían del agua.

El dueño de aquella embarcación era un viejo campesino que todas las noches, antes de acostarse, iba a lanzar su anzuelo al río para probar suerte. Aquella noche llegó a la ensenada en compañía de sus perros, con una larga picana de coligüe en sus manos.

Arriba del bote preparó la carnada y, en el instante en que lanzaba la plomada con el anzuelo a la corriente, lo vio. No era el primero. Otros ya habían pasado por el río en los últimos días. Incluso a uno, que también se había enredado en las raíces, muy cerca de allí, lo había empujado a la corriente con la misma garrocha que tenía en sus manos.

Había procedido de aquella manera para evitarse los problemas que tuvo uno de sus vecinos con los Carabineros, cuando fue a dar cuenta de que el cadáver de un desconocido se había varado en la playita de su propiedad. Los Carabineros le habían dado una zumba de palos, ordenándole que lanzara el muerto al agua y se olvidara de todo. Si así no lo hacía, le habían amenazado, él mismo iría a parar al fondo del río.

Santiguándose, el viejo empujó al muerto con su coligüe, tratando de desenredarlo de las raíces donde se encontraba.

Al tercer picanazo, el muerto agarró el palo y le dijo: -¡Ayúdeme! El viejo casi se cayó al agua del susto. Quiso retirar el coligüe pero el muerto, que no le soltaba la picana, volvió a decir: -¡Ayúdeme, por favor! Aterrado, el viejo no sabía qué hacer. Una cosa había sido empujar a la corriente a un muerto silencioso e inmóvil y otra muy distinta era negarle ayuda a un muerto que la imploraba y que, más encima, no le soltaba la garrocha.

Presa del pánico, el viejo seguía tirando con fuerza de su caña, en su afán por quitársela al muerto. Como éste no la soltaba, terminó arrastrándolo hasta el bote.

Los perros, al ver a Reinaldo, comenzaron a ladrar.

Los ladridos de sus animales devolvieron al viejo la calma. Entonces tomo conciencia de que el muerto era un herido y no un hombre muerto. Haciendo grandes esfuerzos, el anciano ayudó al herido a llegar hasta su casa.

¡Ave María, cómo viene este cristiano! -exclamó la mujer del viejo cuando Reinaldo entró a la cocina-. ¡Dios santo, está sangrando!
-Está herido -dijo el viejo.
-¿Qué le pasó?
-Nos balearon en el puente colgante. Éramos seis. Yo me tiré al río, pero igual me dieron.
-¿Y los demás?
-Me creo que todos están muertos.
-¿Quiénes lo hicieron?
-Los Carabineros de Río Bueno.
-Mañana se tendrá que ir -sentenció el viejo.
-No puedo caminar.
-Aquí no se puede quedar.
-Tengo cinco hijos.
-Aquí todos corremos peligro.
-¡Cállate, viejo! -terció la anciana-. ¡Tenemos que socorrer a este cristiano!

Ayudaron a Reinaldo a sacarse la ropa, lo tendieron sobre una pallasa que el viejo trajo de algún lugar de la casa y lo cubrieron con una manta. Con la ayuda de un inmenso y antiquísimo par de tijeras, la mujer comenzó a transformar en vendas una vieja sábana hecha con sacos harineros. Luego, mientras el viejo estrujaba la ropa de Reinaldo antes de colgarla en los alambres que había detrás de la cocina a leña, la anciana le examinó y le vendó las heridas. Cuatro proyectiles le habían impactado en la pierna, provocándole horribles heridas.

-Tiene que verlo un médico -dijo la anciana-. La pierna está destrozada. Así usted no se puede ir a ninguna parte. El viejo, que había puesto la tetera con agua sobre la cocina, se ocupaba de atizar el fuego. Después de vendarle la pierna herida, le sirvieron una taza de té y un par de aspirinas.

-Es lo único que tenemos -le dijo la anciana.
-Usted no puede quedarse mucho tiempo -insistió el viejo.
-¿Qué vamos a hacer? ¡Dios mío! -exclamó la anciana-.

Aquí no hay dónde esconderlo.

-Si vienen, lo van a encontrar -terció el viejo.
-Mis amigos me podrían ayudar -explicó Reinaldo-.

Pero habría que avisarles.

-Eso haremos -dijo la anciana-. Pero ahora, será mejor que duerma.

Reinaldo trató de dormir pero le dolía la cabeza y le había subido la temperatura. Le parecía que la pieza daba vueltas y que él giraba junto con ella.

De pronto los perros ladraron y salieron a la carrera hacia el camino. El miedo le hizo temblar, casi no podía respirar. Los perros regresaron, había sido una falsa alarma. Tal vez alguna liebre había pasado demasiado cerca de la casa.

De nuevo el silencio, roto por pequeños ruidos nocturnos, envolvió la vivienda. En la pieza contigua, los ancianos dormían.

El viejo se revolvía intranquilo en su lecho y roncaba lanzando asmáticos silbidos.

Reinaldo no lograba conciliar el sueño. Cuando el agotamiento terminó por dormirlo, tuvo una pesadilla: sus hijos corrían llorando por la alta ribera del río, mientras los Carabineros, saltando entre los niños, reían, le hacían morisquetas y le disparaban; se encontraba de nuevo en el puente colgante, sin poder saltar al río, enredado en las viscosas pasarelas que lo retenían; caía al agua lentamente, una y otra vez, entre los gritos de agonía de sus compañeros; las balas lo alcanzaban nuevamente en la pierna.

Entonces despertó. La pierna le dolía. Estaba empapado en sudor y, sin embargo, sentía frío. La cabeza le zumbaba.

El silencio de la noche amplificaba todos los mínimos ruidos del campo. A cada instante, Reinaldo creía escuchar las pisadas de los Carabineros que venían en su busca.

Cuando una tenue claridad anunció la llegada del amanecer, la anciana se levantó y encendió el fuego. Reinaldo quiso acomodarse en su lecho, pero no pudo. Tenía la pierna muy hinchada y cuando la quiso mover, el dolor le arrancó un gemido.

Pronto la tetera comenzó a hervir y la dueña de casa regresó a la cocina a preparar el desayuno. Afiebrado, por un momento Reinaldo confundió a la anciana con María, su mujer, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Aquel mismo día, el viejo escribió una carta citando a un amigo de Reinaldo a la parada de autobuses de Río Bueno. Dos días después, la anciana se reunió con un hombre joven que se le acercó en tanto ella descendió del bus, vestida con su abrigo azul.

-¿Cómo está mi amigo? -preguntó el joven, después de comprobar que aquella mujer era la persona vestida de azul con la cual iba encontrarse.
-Mal. Está herido, tiene que verle un médico y se encuentra en peligro.
-Mañana lo iremos a buscar, señora.
-¿Y no podría ser hoy mismo? -Es muy difícil. Tenemos que conseguir un vehículo y ubicar un lugar seguro donde llevarlo.

A la mañana siguiente, un automóvil llegó frente a la casa de los ancianos. Dos hombres jóvenes descendieron y se encaminaron hacia la vivienda. Ladrando, los perros los salieron a recibir.

Detrás de los canes llegó el dueño de casa haciéndolos callar.

-Anoche vinieron los Carabineros -dijo llorando la anciana.
-Sí -confirmó el viejo-. Y se lo llevaron.

 

Nota sobre el autor:

CARLOS BONGCAM WYSS (n. Pitrufquén, 1934) Titulado en Administración Pública con mención en Administración Financiera del Estado por la Universidad de Chile, en 1962. Fue profesor de Administración y Miembro del Consejo Directivo en la Universidad de Chile, Sede Osorno desde 1965 a 1973, además de Miembro del Consejo Normativo Superior de la Universidad de Chile en 1972-1973. Exiliado en Suecia, fue Director del Círculo de Estudios Latinoamericanos en 1978-1996, Director de las revistas "Suplemento América Latina" y "Educación y Cultura Latinoamericana" en 1978-1995, además de ser Escritor, miembro de la Asociación de Escritores de Suecia y Periodista, miembro de la Unión de Periodistas de Suecia.

Entre sus obras publicadas están: "LATINOAMÉRICA AL ALCANCE DE TODOS", primera edición, Suecia, 1980. Segunda edición, Suecia, 1983. "LATINOAMÉRICA PARA NIÑOS", primera edición, Suecia, 1981. Segunda edición, Suecia, 1985. "SINDICALISMO CHILENO: HECHOS Y DOCUMENTOS, 1973-1983", Suecia, 1984. "LATINOAMÉRICA, 500 AÑOS", Tomo I, HISTORIA, Suecia, 1988. "LATINOAMÉRICA, 500 AÑOS", Tomo II, ECONOMÍA, Suecia, 1990. «Consejo de Guerra», edición en sueco, Suecia, Rabén & Sjögren, 1978. Edición en español, Suecia, 1985.

 

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